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Libros

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FIESTA DEL CHIVO, LA (B) - VARGAS LLOSA, MARIO--

En La Fiesta del Chivo asistimos a un doble retorno. Mientras Urania visita a su padre en Santo Domingo, volvemos a 1961, cuando la capital dominicana aún se llamaba Ciudad Trujillo. Allí un hombre que no suda tiraniza a tres millones de personas sin saber que se gesta una maquiavélica transición a la democracia.


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TRAVESURAS DE LA NIÑA MALA - VARGAS LLOSA--

Ricardo ve cumplido, a una edad muy temprana, el sueño que en su Lima natal alimentó desde que tenía uso de razón: vivir en París. Pero el reencuentro con un amor de adolescencia lo cambiará todo. La joven, inconformista, aventurera, pragmática e inquieta, lo arrastrará fuera del pequeño mundo de sus ambiciones.
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CORTAZAR POR EL MISMO. UN LIBRO SONORO CD - CORTAZAR, JULIO--

Libro sonoro grabado por Julio Cortázar en febrero de 1970. -Palabras preliminares -Torito -Palabras -Elecciones insólitas -Palabras -La Inmiscusción terrupta -Palabras -Las buenas inversiones -Palabras -Los discursos del pinchajeta -Palabras -Albúm con fotos -Palabras -Sobremesa
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FINAL DEL JUEGO 60007 - CORTAZAR,JULIO--

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HOJAS DE RUTA - CON CD - - BUCAY, JORGE--

Esta edición reúne los cuatro volúmenes de la colección “Hojas de Ruta” (El camino de la Autodependencia”, “El camino del Encuentro”, “El camino de las Lágrimas”, “El camino de la Felicidad”) en un solo tomo (mas de 650 páginas), e incluye un disco compacto y una carta personal del autor especialmente dirigidos a sus lectores.
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En la Galería de Junio:

En la Galería de Junio:

 

 

Dibujos de Juliana Ojeda

 

 

 

 

 

CONJURO por Federico Gracía Lorca

CONJURO por Federico Gracía Lorca

La mano crispada

como una Medusa

ciega el ojo doliente

del candil. 

As de bastos.

Tijeras en cruz. 

Sobre el humo blanco

del incienso, tiene

algo de topo y

mariposa indecisa. 

As de bastos.

Tijeras en cruz. 

Aprieta un corazón

invisible, ¿la veis?

Un corazón

reflejado en el viento. 

As de bastos.

Tijeras en cruz. 

De: Poemas del Cantejondo

El malestar de la cultura (fragmento)

El malestar de la cultura (fragmento)

Por Sigmund Freud 

III              

  NUESTRO estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho que exceda de lo conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco parecen ser más promisorias, aunque continuemos la indagación, preguntándonos por qué al hombre le resulta tan difícil ser feliz. Ya hemos respondido al señalar las tres fuentes del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad. En lo que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a dominar completamente la Naturaleza; nuestro organismo, que forma parte de ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta comprobación no es, en modo alguno, descorazonante; por el contrario, señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al menos superar algunos pesares, aunque no todos; otros logramos mitigarlos: varios milenios de experiencia nos han convencido de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente al tercer motivo de sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a aceptarlo: no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la indomable naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia constitución psíquica.             A punto de ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con una afirmación tan sorprendente que retiene nuestra atención. Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho mas felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas. Califico de sorprendente esta aseveración, porque -cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cultura- es innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden precisamente de esa cultura.             ¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la condenación de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el último y el penúltimo de estos motivos, pero mi erudición no basta para perseguir más lejos la cadena de los mismos en la historia de la especie humana. En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal implícita en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al extenderse los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. Los europeos, observando superficialmente e interpretando de manera equívoca sus usos y costumbres, imaginaron que esos pueblos llevaban una vida simple, modesta y feliz, que debía parecer inalcanzable a los exploradores de nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha rectificado muchos de estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de la vida a la falta de complicadas exigencias culturales, cuando en realidad obedecía a la generosidad de la Naturaleza y a la cómoda satisfacción de las necesidades elementales. En cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la conocemos bien de cerca: se produjo cuando el hombre aprendió a comprender el mecanismo de las neurosis, que amenazan socavar el exiguo resto de felicidad accesible a la humanidad civilizada. Comprobóse así que el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales. 

El siglo del miedo

El siglo del miedo

por Albert Camus

El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas, el XVIII el de las ciencias físicas y el XIX el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del miedo. Se me dirá que el miedo no es una ciencia. Pero, en primer lugar, la ciencia es en cierto modo responsable de ese miedo, porque sus últimos avances teóricos la han llevado a negarse a sí misma y porque sus perfeccionamientos prácticos amenazan con destruir la tierra toda. Además, si bien el miedo en sí mismo no puede ser considerado una ciencia, no hay duda de que es, sin embargo, una técnica.Lo que más impresiona en el mundo en que vivimos es, primeramente y en general, que la mayoría de los hombres (salvo los creyentes de todo tipo) están privados de porvenir. No hay vida valedera sin proyección hacia el porvenir, sin promesas de maduramiento y de progreso. Vivir contra una pared es una vida de perros. ¡Y bien! Los hombres de mi generación y de la que ingresa hoy en los talleres y las facultades vivieron y viven cada vez más como perros.Por cierto, no es la primera vez que los hombres se hallan ante un porvenir materialmente cerrado. Pero salían adelante, por lo general, gracias a la palabra y al clamor. Recurrían a otros valores en los que depositaban sus esperanzas. Hoy nadie habla ya (salvo los que se repiten) porque el mundo nos parece conducido por fuerzas ciegas y sordas que no oyen las voces de advertencia, los consejos y las súplicas. Algo en nosotros fue destruido por el espectáculo de los años que acabamos de vivir. Y ese algo es aquella eterna confianza del hombre que le ha hecho creer siempre que podían obtenerse de otro hombre reacciones humanas hablándole con el lenguaje de la humanidad. Nosotros vimos mentir, envilecer, matar, deportar, torturar y cada vez que sucedía era imposible persuadir a los que lo hacían de no hacerlo, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se persuade a una abstracción, es decir al representante de una ideología.El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo juzgaban inútil, se extendía y se extiende aún una inmensa conspiración del silencio, aceptada por los que tiemblan y se dan buenas razones para ocultarse a sí mismos que tiemblan, y suscitada por quienes tienen interés en hacerlo. «No deben ustedes hablar de la depuración de artistas en Rusia, porque es hacerle el juego a la reacción». «No deben ustedes decir que Franco se mantiene en el poder gracias a la ayuda de los anglosajones, porque es hacerle el juego al comunismo». Bien decía yo que el miedo es una técnica.Entre el miedo muy general a una guerra que todo el mundo prepara y el miedo particular a las ideologías homicidas, es muy cierto que vivimos en el terror. Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión, porque el hombre fue entregado por completo a la historia y no puede volverse hacia esa parte de sí mismo, tan verdadera como la parte histórica, y que reencuentra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o sus ideas. Y para todos aquellos que no pueden vivir sino en el diálogo y la amistad de los hombres, este silencio es el fin del mundo.Para salir de este terror habría que poder reflexionar y actuar según esa reflexión. Pero el terror precisamente no constituye un clima favorable para la reflexión. Creo, sin embargo, que en lugar de vituperar este miedo, hay que considerarlo como uno de los primeros elementos de la situación y tratar de ponerle remedio. Nada hay más importante. Pues esto concierne a la suerte de gran número de europeos a quienes, hartos de violencia y de mentiras, burlados en sus esperanzas más caras, les repugna tanto la idea de matar a sus semejantes para convencerlos como la de ser convencidos de la misma manera. Sin embargo, es la alternativa en que se coloca a esta gran masa de hombres en Europa, que no pertenecen a ningún partido, o que no están cómodos en el que eligieron, que dudan de que el socialismo se haya realizado en Rusia y el liberalismo en Estados Unidos, que reconocen, no obstante, a aquéllos y a éstos el derecho de afirmar su verdad, pero les rehusan de imponerla por la muerte, individual o colectiva. Entre los poderosos de la hora actual, esos hombres no tienen fuerza y sólo podrán hacer admitir (no digo triunfar, sino admitir) su punto de vista y sólo recuperarán su lugar en el mundo cuando hayan tomado conciencia de lo que quieren y lo digan simple y enérgicamente, como para que sus palabras puedan liar un haz de energías. Y si el miedo no es el clima adecuado para la reflexión, deberán, en primer lugar, enfrentarlo.Para enfrentarlo es necesario ver qué significa y qué rechaza. Significa y rechaza el mismo hecho: un mundo en el que se legitima el homicidio y en el que la vida humana se considera una futileza. He aquí el primer problema político de hoy. Y antes de seguir adelante es necesario tomar posición al respecto de él. Previamente a toda realización deben hoy plantearse dos preguntas: «Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted que lo maten o lo violenten? Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted matar o violentar?» Todos los que contesten no a estas dos preguntas quedan automáticamente enfrentados a una serie de consecuencias que deben modificar su manera de plantear el problema. Tengo el proyecto de precisar tan sólo dos o tres de esas consecuencias. Entretanto, el lector de buena voluntad puede interrogarse y responder.

 

Rodolfo Alonso

Rodolfo Alonso

Indicios para una resistencia cultural

«El cosmopolitismo en los hombres y en las ideas, la disolución de viejos núcleos morales, la indiferencia para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin escrúpulos, el culto de las jerarquías más innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla, cuanto define la época actual comprueba la necesidad de una reacción poderosa a favor de la conciencia nacional y de las disciplinas civiles.» Sería arduo proponerse una descripción más detallada y precisa de la pesadilla que estamos viviendo los argentinos. Y sin embargo Ricardo Rojas escribió esto en 1909, casi un siglo atrás, un año antes de la enfática celebración oficial del Centenario de la Revolución de Mayo, cuando la Argentina (al menos desde una perspectiva macroeconómica), parecía una potencia en ascenso irrefrenable. Leídas hoy, y sin pretender refrendar el punto de vista del borgiano Pierre Ménard, pero tampoco sin desdeñarlo, no sabemos dilucidar a ciencia cierta si el autor era un auténtico vidente, que podía predecir sin duda alguna el porvenir, o si la realidad actual vino a coincidir, acentuándolas en forma ineludible, con sus diagnósticos precoces. Pero, ¡atención! Los actos tienen consecuencias. Y siempre será necesario asumir nuestros propios errores si es que queremos no volver a cometerlos.Pero eso nunca, de ningún modo, deberá servir para que los responsables de nuestra infamia actual puedan acudir al gastado y no menos infame recurso de la supuestamente inexorable incapacidad colectiva para regir nuestro destino. Más bien, contra toda evidencia, habrá que seguir propiciando lo contrario. Porque el único remedio para una democracia débil sólo puede ser más, y mejor, y más honda democracia.
La sociedad de consumo, que a través de los grandes medios tecnocráticos e (in)comunicación se fue constituyendo en sociedad del espectáculo, se ha vuelto ahora físicamente planetaria, sutilmente seductora, amablemente compulsiva, espiritualmente invasora, confortablemente totalitaria. No necesita violentarnos con la fuerza física: nos rodea, nos envuelve, nos impregna. Y tal es de algún modo la desolada experiencia del mundo de hoy, donde la poesía, el arte, las ideologías e incluso las religiones, ya no logran encarnar, volverse humanas (y por lo tanto cultura) al ser encarnadas por los hombres, y corren el gravísimo riesgo de concluir girando en el vacío. Tantálicamente adormilados, si lográramos desprendernos de las pantallas mesmerizantes podríamos constatar que quienes nos dominan ya no necesitan ni ocultar sus manipulaciones. Nuestro desolado país es la prueba de que hoy puede ejercerse el mal impunemente, a la vista de todos, sin guardar las formas. Han sobrepasado incluso sus propios límites. El sistema que pregona basarse en la propiedad privada la viola públicamente. El titular del FMI anuncia que el país fue saqueado por sus propios dirigentes y sigue desayunando. Los bancos nos roban, los jueces nos defraudan, los policías nos matan, los militares nos violan, los empresarios nos saquean, los sindicalistas se venden, los políticos nos venden, y así podríamos seguir. Su omnipotencia cuenta hoy al parecer con nuestro envilecimiento. La negación parece un principio fundamental de la psicología humana. Para poder vivir, negamos que somos mortales. Para poder sobrevivir, negamos lo que duele. Pero ese alivio momentáneo no tiene futuro. Es más, no sólo condiciona nuestro presente: lo construye.
Si no se tiene bien en claro quién, qué, cómo es realmente el enemigo, cualquier batalla está perdida de antemano.
Las preguntas apropiadas ya son una respuesta.
Al parecer, Raymond Aron dijo hace mucho tiempo que la Argentina resultaba «la gran desilusión del siglo XX». Sin duda es un grave diagnóstico. Que debería preocuparnos, aún aceptando su evidente perspectiva eurocéntrica. Pero qué comparación tiene eso con la frase, desesperada y lapidaria, que Ricardo Piglia afirmó haber escuchado en 1959 a Ezequiel Martínez Estrada, uno de los menos complacientes grandes intelectuales argentinos: «La Argentina se tiene que hundir. Se tiene que hundir y desaparecer, no hay que hacer nada para salvarla, si lo merece volverá a reaparecer y si no lo merece es mejor que se pierda.» Ya que estamos en zonas de agrio coraje intelectual, tan ajeno a la coreografía de banalidad y parodia que hoy suele abrumarnos, quiero destacar otra saludable cachetada. En El farmer, Andrés Rivera le hace rezongar a su protagonista (no es casual que sea Rosas) este ácido pronóstico, que los tiempos que vivimos hacen difícil desmentir: «Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierna podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos.»Si la experiencia nos enseñara algo, sabríamos que es ilusorio soñar que todo estará definitivamente bien una vez derrotado el enemigo presente. Hay otros enemigos. Incluso dentro nuestro.Ya lo había advertido lúcidamente Michel Butor hace varias décadas: «El poeta es aquel que se da cuenta de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro». Y para quien no se anime a aceptar que lo que hoy está en peligro es quizá el sentido mismo de la experiencia humana, baste esta reflexión de Nicholas Negroponte, pope del Massachussets Institut of Tecnology (el legendario M.I.T.), auténtico zar de la inventiva tecnológica norteamericana: «Hoy en día, cuando se habla de computación, no hablamos de computadoras sino de la vida misma.»Un gran bonete de la mercadología, Al Ries, el hombre que forma a los manipuladores de las multinacionales que nos forman, desde la ufanía de su poder ilimitado se dejó ir más lejos que ningún crítico: «La guerra del marketing es una actividad intelectual, cuyo campo de batalla es la mente del consumidor.» Aunque iba a fallecer en 1883, cuando todo esto recién despuntaba, Karl Marx parece haber llegado a intuir lúcidamente el mecanismo aunque sin imaginar su dimensión futura: «Hasta hoy pensaba que la formación de los mitos cristianos durante el imperio romano sólo fue posible porque la imprenta no se había inventado aún. Hoy, la prensa diaria y el telégrafo, que difunden sus inventos por todo el universo en un abrir y cerrar de ojos, fabrican en un solo día más mitos que los que antes se creaban en un siglo.» ¿Qué diría, él, entonces, ahora?
La metáfora, bella, para nada inocente, era de Paul Éluard, y fue acuñada hace más de medio siglo: «Hay otros mundos, pero están en éste». A la fantasía de un paraíso prometido en el cielo tras la muerte, sugería oponerle la posibilidad concreta de construirlo aquí en la tierra. Hoy, bajo la peste globalizada del pensamiento único, que no se imagina permitirnos más que una misma idea del mundo, podríamos intuir sin embargo que otros mundos subsisten, aunque más no sea en nuestra memoria, en la carne ineludiblemente viva de nuestro pasado, de nuestras experiencias de vida y de cultura.
«Las industrias culturales de nuestro tiempo, servidas por máquinas de promoción y propaganda apuntadas a tácticas y estrategias de prominencia ideológica que de alguna manera convierten en obsoleto el recurso a las acciones directas, vienen reduciendo a los países menores a un mero papel de figurantes, conduciéndolos a un primer grado de invisibilidad, de inexistencia. Las hegemonías culturales de hoy resultan esencialmente de un proceso duplo y simultáneo de evidenciar lo propio y de ocultar lo ajeno, considerado ya como fatalidad ineluctable y contando con la resignación de las propias víctimas, cuando no con su complicidad.»

Deberíamos reflexionar a fondo sobre estas transparentes palabras del portugués José Saramago. ¿Hubiera podido asolarse y saquearse nuestro país, de una forma tan intensa y exhaustiva, sin haber conseguido anular antes hasta el más mínimo resquicio de pensamiento y voluntad nacional?
¿Es decir, sin que lo hubiéramos, nosotros, permitido? El gran novelista André Malraux, que pasó de militante revolucionario a ministro de Cultura con De Gaulle, nunca dejó de ver la realidad con lucidez. Y ya en los años sesenta advirtió que «nuestra civilización vive en lo sensacional como la griega vivió en la mitología». Pero la inmensa marea de mediocridad estruendosa, de banalidad lustrosa que nos envuelve como un magma, no es inocua. Su objetivo es producir consumidores compulsivos, acríticos. O, en su defecto, desechos. Por eso uno de los últimos grandes humanistas europeos, George Steiner, dice: «Hoy, la censura es el mercado». Y, por si fuera poco, escuchemos al Octavio Paz a quien los seudoliberales de esta época aparentan rendir culto, pero de quien se cuidan muy bien de difundir esta verdad de a puño: «porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica».No es insólito que un joven intelectual norteamericano resulte capaz de miradas desinhibidas al imperio. Dice el novelista Jonathan Franzen: «Entre literatura y mercado, el amor perdido nunca fue considerable. La economía de consumo ama el producto que se cotiza bien, se gasta rápido o es susceptible de una mejora permanente, y que ofrece alguna ganancia marginal con cada mejora. Para una economía como ésta, la actualidad que nunca deja de ser actual no es solamente un producto inferior; es un producto antitético.» «Si ni siquiera uno, siendo novelista, tiene ganas de leer, ¿cómo puede esperar que el otro lea libros?» «El novelista tienen cada vez más cosas para decir a lectores que cada vez tiene menos tiempo para leer: ¿dónde encontrar la energía para comprometerse con una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de comprometerse con la cultura?» Deberíamos, por lo menos, ser capaces de similar agudeza. Y de aguantar las consecuencias.Siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense, que nos hermana con el Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales. Pero también es cierto que, a diferencia de Montevideo, que lo vive intensamente, Buenos Aires es una de las pocas ciudades del mundo que está de espaldas a su espejo de agua. No voy a caer en psicoanálisis silvestre, pero parece evidente que eso debe tener algún significado, latente y acaso manifiesto. Más que una cuestión de identidad, podría afectarnos un problema de legimitidad. Que en estos momentos salta desgraciadamente a la vista. ¿Y si no fuéramos capaces de poseer como adultos nuestra realidad, si no nos sintiéramos dignos de poseerla? Ése sería el misterio. Por ejemplo, ¿cómo no tenemos una relación más íntima con semejante río? ¿Cómo no lo hicimos nuestro? (No hay un Juan L. Ortiz del Río de la Plata.)
¿Cómo no perciben nuestros ojos la belleza cambiante de ese río tan enorme que mereció ser considerado mar, cómo no lavamos nuestra mirada en esos grandes ámbitos de cielo y de agua viva, de colores tamizados y tocantes, que son uno y miles a lo largo del día y de la noche? ¿Cómo, y por qué, elegimos vivir de espaldas a tanta belleza? ¿Porque no somos capaces de verla? ¿O porque no nos creemos dignos de ella? ¿O, lo que sería acaso mucho más terrible, directamente porque no nos la merecemos?
Toda superficialidad es insidiosa. Toda generalización es fascista.La resistencia cultural es una cosa demasiado seria para dejarla solamente en manos de supuestos especialistas. El máximo ejemplo de una resistencia cultural eficaz y ambiciosa en la Argentina me parece, hoy, el de los trabajadores que se han hecho cargo de mantener funcionando las empresas sentenciadas.
A lo largo de la historia, podrían visualizarse por lo menos dos maneras de resistirse a un período de oscurantismo cultural: la abstención o la intervención. Negarse a ser cómplice o tratar de modificar las cosas. Las grandes religiones monoteístas por ejemplo, derivan de aquellos profetas solitarios que aunque retirándose al desierto, lograron convertirlo en caja de resonancia para sus vozarrones tempestuosos, e incidir así sobre las ciudades que los habían rechazado. Hoy el contexto es absolutamente diferente. Ningún Van Gogh, ningún Poe, ningún Nerval, ningún Rimbaud puede imaginar ya a su sacrificio o su silencio convertido en valor por la estrepitosa industria cultural. Como señala Pierre Bourdieu: «es la televisión la que define el juego: los temas de los que hay que hablar; y qué personas son importantes y cuáles no. Alienante para el resto de la profesión, la televisión está ella misma alienada, porque vive muy particularmente sometida a las imposiciones del mercado.» ¿Podría dejar de tener eso en cuenta, si se propone ser mínimamente eficaz, una política activa (e, incluso, pasiva) de resistencia cultural?

Considero haber dado pruebas suficientes de que las cuestiones con el lenguaje, su decadencia, casi su aniquilación como potencia orgánica, no me preocupan sólo estéticamente. ¿Cómo evitar, por ejemplo, que nos confundan con aquellos que pregonan la resistencia cultural en los medios del sistema, para terminar ofreciendo (no menos inconscientemente) a las editoras multinacionales un bestseller más sobre el asunto? ¿Cómo revertir el doble sinsentido de que secretarios de la cultura oficial anuncien su intención de apoyar la industria cultural? ¿O que en medio de la pauperización de toda una sociedad emerja, en nuestro Parlamento, un proyecto de ley que bajo la declamada defensa de los llamados bienes culturales en realidad encubre el descarado apoyo a las grandes empresas que los pervierten? La industria cultural, cuyo objetivo es el lucro masivo, mimetizada con la sociedad del espectáculo, seductora aplanadora de la diversidad y el genio, es objetivamente el enemigo natural de la auténtica cultura, espontánea y diversa.
Es como si se hubieran sobrepasado las peores predicciones de 1984, Un nuevo mundo feliz o Fahrenheit 451. Y sin embargo, hace setenta años, en 1932, Paul Valéry ya lo había previsto: «existen máquinas que dispensan de la atención, que dispensan del trabajo paciente y difícil del espíritu; cuanto más avancemos, tanto más se multiplicarán los métodos de simbolización y de grafía rápida. Esos métodos tienen a suprimir el esfuerzo de razonar.» (E incluso llegó a percibir, visionariamente, que el enemigo no nos conquistaría solamente desde el exterior: «estamos despavoridos por esa incoherencia de excitaciones que nos obsesiona y de la cual acabamos por tener necesidad.»)¿Cuándo se construirán las tres escuelas de provincia cuyo importe donó Belgrano al Triunvirato? Hubo una cuarta, en Bolivia, que funciona hace mucho.
Yo he visto (algo casi imposible para mí de imaginar) desaparecer socialmente, diluirse al tango, que acunó mi infancia. Y que era como el aire mismo que nos rodeaba. Y no consigo, ni explicarme los motivos ni aceptar los remedos importados que pretenden suplantarlo. ¿Cómo es posible que ocurra algo así? ¿Qué algo tan esencial, tan vivo, tan actuante, se nos vaya como humo? Apenas intuyo que quizá algo tenemos que ver, como cultura, como manera de vivir, con el Zelig que protagoniza el inteligentísimo film de Woody Allen: nos convertimos en lo que nos deslumbra, pero sólo para volver a hacerlo de inmediato, ante una nueva incitación. Un destino de mímesis. No menos trágico que otros. O como el de esos herederos abrumados por tesoros que no se sienten capaces de empuñar, y a quienes sólo se les ocurre derrochar riquezas y talento. O permitir que otros lo hagan.
Quieran los dioses depararnos su benevolencia. Porque, en uno de sus manuscritos póstumos, Fusées, escrito probablemente entre 1855 y 1862, ese otro auténtico visionario que fue Baudelaire ya nos vaticinaba: «pereceremos por donde hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso habrá atrofiado tan bien en nosotros toda la parte espiritual, que nada, entre las ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o anti-naturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos.» Para agregar poco más adelante: «Pero no es particularmente por las instituciones políticas que se manifestará la ruina universal; o el progreso universal; poco me importa el nombre. Será por el envilecimiento de los corazones.»Al comenzar un texto clave, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que tanto tiene que ver con estos temas, el indeleble Walter Benjamin acuña unas palabras que siguen conmoviéndome: «Los conceptos que seguidamente introducimos por primera vez en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo.» Me sentiría orgulloso de no haberlo desdicho. 

Federico García Lorca

VIII Grito hacia Roma

(Desde la torre del Chrysler Building) 

A mi editor Armando Guibert. 

Manzanas levemente heridas

por finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,tiburones

como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupa carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar,

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco

ignora el misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

en la choza diminuta que lucha con la inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero a viejo de las manos traslúcidas

dirá: Amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos;

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz,

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor,

hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto ¡ay! mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan balo el terror pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales,

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas,

ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve,

ha de gritar con la cabeza llena de excremento,

ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música,

porque queremos el pan nuestro de cada día,f

lor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra

que da sus frutos para todos.

De Poeta en Nueva York – (1929-1930) 

Gracía Lorca

Gracía Lorca

por Paco Urondo 

Federico García Lorca fue un hombre con capacidad de tentación: le tentaron los frutos prohibidos, le tentó el riesgo, le tentó la poesía. Pensemos en sus poemas gallegos considerando este hecho como un capricho, una tentación de tomar contacto íntimo con una lengua, que si bien no le era propia, estaba vinculada con los orígenes de la poesía de nuestra civilización y, por lo tanto, con el canto y el trovador. Su dominio sobre el Romancero, su profundo conocimiento de las costumbre de su pueblo, la aprehensión directa de la música popular española, su propia capacidad creadora, su gracia y lo desconcertante, nuevo y fresco de sus medios expresivos, su temperamento musical y su inquietud terminaron por conformar a este trovador con grandes tentaciones, con tantos abandonos y tan urgido, tan moderno y tan viejo.Las alternativas de su vida gozan de popularidad. Se sabe que nació el 5 de junio de 1899. Que se crió en el campo cerca de la ciudad de Granada. Que su madre le reveló los secretos del piano, que Falla le enseñó a solfear y que sus primeros poemas y la lectura de los clásicos se contaban en su niñez.A los veinte años viaja a Madrid, después de la guerra del catorce, después de la derrota, tan rotunda como aparente, del imperialismo alemán; era el pleno auge y florecimiento de todas las “izquierdas”, con las que poco tarde en complicarse. Pero también conoce la primavera madrileña, el “scottish”, el tango y la tibieza simple de alguna modistilla tan adolescente y vibrante como él. En Madrid se recibe de abogado, pero nunca ejerce su profesión, pues prefiere dedicarse al teatro. Para ese entonces la República había organizado las “Misiones Pedagógicas”; estaban destinadas a divulgar las expresiones del arte, inclusive el teatro, entre el campesinado español. Al teatro le llamaron “La Barraca”, era una carreta con la que se trasladaban obras de Juan de Encina, de Lope de Rueda, de Quiñones de Benavente, de Cervantes. Con Manuel de Falla y Giner de los Ríos organizan la “Fiesta del Cante Jondo” en Granada donde se reúnen los más reputados “cantaores” y guitarristas de España encabezados por la veterana “Niña de los peines”. Esta fiesta da origen al libro “Poema del Cante Jondo”. Lorca viaja dos veces a Buenos Aires, asiste al estreno de sus obras teatrales, en el teatro hace títeres para los amigos después de las funciones, conoce a Gardel y las cantinas del Mercado de Abasto. Viaja también a New York donde escribe su gran denuncia, el mejor tal vez, de sus libros, “Poeta en New York”, donde el tono excesivamente nacional que tenían sus experiencias creadoras desaparecen, o mejor, se integra ya toltamente en la condición humana y en su actualidad dramática:  Yo denuncio a toda la genteque ignora la otra mitad.................................................................yo denuncio la conjurade estas desiertas oficinasque no radian agoníasque borran los programas de la selva.....................................................................Una danza de muros agita las praderasy América se anega de máquinas y llanto.
Se sabe el desenlace de este trovador. Se recuerda la guerra civil, el odio falangista, viejo odio de curas y de negreros, hacia los hombres en libertad y hacia la poesía. Se conocen las diferentes alternativas, a veces datos contradictorios, sobre el asesinato, y recientemente se nos entera que los instigadores, con solemnidad, participan en la UN con los que se dicen defensores de la justicia y de la libertad. Pero estos slogan no conmueven ya a nadie, se sabe que los poetas nada tienen que ver con la cáscara de las palabras. Esas tradiciones tampoco sorprenden pues se conocen los hábitos de los que buscan el poder.
Todo aquello pasó hace veinte años. En el interín los más burdos trataron de copiar, sin lograrlo, la frescura de la poesía de García Lorca, pero la gloria no le favoreció. Otros, no menos vanidosos pero más simples, ostentaron su amistad y hablaron hasta el cansancio de su personalidad trágica y juguetona. Algunos tratan aún de ocultar el crimen y otros, de utilizarlo con intenciones ajenas. Pero hoy, todavía, es demasiado doloroso el hecho y sería preferible hablar de su presencia de Lorca, como la presencia de cualquier poeta.
Este, decíamos, ha desatado la comunicación. Darse, comunicarse, hablar, es interesante, inclinarse, es tener una actitud bondadosa, amar las cosas o los hombres. La poesía está estrechamente relacionada con el amor. La presencia de un poeta es la presencia de un ser que tiene bondad, que ejercita el amor en todas sus formas y en todo momento. En sus tareas el poeta está mucho más allá de toda contingencia política. La presencia actual de Lorca no reside en su trágico fin sino en su poesía. Su presencia confirma que está no puede desaparecer, porque con ellos desaparecería la vida mismaLorca, el poeta, está relacionado con el primer poeta de España y lo estará con el último, con el primer hombre y el último. Trovador entre los crímenes, con capacidad de tentación en esta época de desinterés, condenada a padecer su falta de ubicuidad y exceso de gracia, lúcido ante los desastres y a su vez heredero del canto, significa la esperanza de que el amor y la poesía van a liberar al hombre, significa el deseo de que nada termine, de que la vida salve todas sus excelencias (Tiempo de América 1956-57)