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El espejo y la máscara - Jorge Luis Borges

El espejo y la máscara - Jorge Luis Borges

 Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo: -Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿ Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos? -Sí, Rey -dijo el poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces. El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio: -Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias- -Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro-dijo el poeta, que era también un cortesano. Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso. Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló. -Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción ya cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces. Hubo un silencio y prosiguió.-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata. -Doy gracias y comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó Con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó Con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, Como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas Comunes. La aspereza alternaba Con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían. El Rey cambió unas pocas palabras Con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera: -De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta. Agregó con una sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres. El poeta se atrevió a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro. -Doy gracias y he entendido -dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara. -¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido. -¿Puedes repetirla?.: -No me atrevo. -Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey. El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos. -En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio? -En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu. -El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último. Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.  Del libro de cuentos "El libro de arena"  

El cantor y el escriba

El cantor y el escriba

(Del diario de Alfredo Le Pera)

París, 1931

Ayer nos vimos con Gardel en La Coupole. Sigue siendo un compadre elegante, no hay nada que hacer. Pero me convenció con sus argumentos, sabe lo que quiere. En cambio yo vivo en la incertidumbre. Estoy leyendo a Chéjov. Quisiera imitarlo, escribir como él, no angustiarme tanto en busca de la palabra justa que exigía Flaubert. Ser  “natural” o parecer natural. Tal vez resida en eso todo el secreto de un buen escritor. Algo que no tiene nada que ver con esa “facilidad para escribir”, que elogian quienes compran mis trabajos. Hubiera querido ser como Chéjov, pero uno es lo que hace con su vida. Un turro o un dios. Uno no es Gardel. Yo apenas me gano la vida como periodista y con mi facilidad con los idiomas: francés, inglés, italiano. Hijo de inmigrantes italianos, nací en Brasil y fui anotado poco después en la Argentina. Soy uno de tantos, pero con delirios de grandeza; uno de esos argentinos que vagan por el mundo, buscando su lugar. Yo quise ser autor de teatro. No me fue bien. En la farándula porteña tenía fama de antipático, de tipo muy intelectual. Mis trabajos para la revista porteña no fueron memorables, aunque una obra, “La plata de Bebe Torres”, tuvo éxito. Ahora vivo en París, donde trabajo como traductor de películas francesas. Yo escribo en castellano los títulos sobreimpresos. No me quejo: peor es trabajar de verdad. Soy, como quien dice, un escriba, un escritor asalariado, que hace lo que le piden y no lo que quiere. Puedo hacer un argumento cinematográfico o una canción. Lo que pida el respetable público. Soy un escriba, sí; escribo lo que me pide el patrón de turno: el dueño de un diario, de una empresa cinematográfica, o el cantor con el que ahora converso en una mesa de La Coupole.

            -Leí sus versos, Le Pera. Usted es poeta de verdad. No es un letrista de café con leche, con perdón de muchos amigos. Usted no es un tanguero, Le Pera, y eso es una ventaja para el tango.

            -En eso nos parecemos, según me dicen. Me contó “el armenio”, Kaliakan Gregor, que cuando estuvo de paso de Buenos Aires con su conjunto de jazz, usted grabó con su orquesta cuatro canciones en francés. ¿Sabe? Al “armenio” le sorprendió mucho que a usted lo criticaran por su repertorio heterodoxo…¿Sabe qué me dijo?...Que oírlo a usted era amar a la Argentina.

            -Favor que me hace. Ojalá sea cierto.

 

Necesito encontrar cierto equilibrio entre vivir y escribir. No creo que pueda lograrlo aún; ya tengo veintiocho años. Acabo de escribir una síntesis argumental: “Une maison serieuse”, que servirá para la película “La casa es seria”, donde actuará Gardel.  La Paramount habilitó una oficina para los dos. “Pero no somos pájaros para estar en jaula”, dice el Morocho del Abasto, que prefiere seguir la charla en el café. Por ahora trabajamos bien. Nos estamos conociendo de a poco.

 

Lo que yo rescato con Gardel son las palabras que creía olvidadas, cierta entonación porteña que había perdido tanto andar por el mundo, de tanto traducir las palabras de otros. Yo llegué a París siguiendo a una bataclana, a quien le leía “Las flores del mal”, de Baudelaire. Al poco tiempo la mujer me abandonó y se fue a vivir con un bodeguero a la campiña francesa. “Prefiero el aire libre”, se justificó la bataclana, que había nacido en la provincia de Mendoza. Dijo que quería respirar aire puro. La despedí sin rencor y seguí con el trabajo que me había encomendado el empresario del teatro Sarmiento, de Buenos Aires: buscar, en París, las novedades del teatro revisteril.

            -¡Qué trabajo, compañero! ¡Las mujeres que habrá visto!-bromea Gardel.

            -Muchas, en verdad. Muchas…y ninguna-me animé a decir-. Uno extraña lo perdido: una mujer, una ciudad. Pero ése es un tango, el que yo no voy a escribir.

            -Haremos otros-me prometió Gardel.  

El malestar de la cultura (fragmento)

El malestar de la cultura (fragmento)

Por Sigmund Freud 

III              

  NUESTRO estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho que exceda de lo conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco parecen ser más promisorias, aunque continuemos la indagación, preguntándonos por qué al hombre le resulta tan difícil ser feliz. Ya hemos respondido al señalar las tres fuentes del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad. En lo que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a dominar completamente la Naturaleza; nuestro organismo, que forma parte de ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta comprobación no es, en modo alguno, descorazonante; por el contrario, señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al menos superar algunos pesares, aunque no todos; otros logramos mitigarlos: varios milenios de experiencia nos han convencido de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente al tercer motivo de sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a aceptarlo: no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la indomable naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia constitución psíquica.             A punto de ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con una afirmación tan sorprendente que retiene nuestra atención. Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho mas felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas. Califico de sorprendente esta aseveración, porque -cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cultura- es innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden precisamente de esa cultura.             ¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la condenación de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el último y el penúltimo de estos motivos, pero mi erudición no basta para perseguir más lejos la cadena de los mismos en la historia de la especie humana. En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal implícita en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al extenderse los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. Los europeos, observando superficialmente e interpretando de manera equívoca sus usos y costumbres, imaginaron que esos pueblos llevaban una vida simple, modesta y feliz, que debía parecer inalcanzable a los exploradores de nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha rectificado muchos de estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de la vida a la falta de complicadas exigencias culturales, cuando en realidad obedecía a la generosidad de la Naturaleza y a la cómoda satisfacción de las necesidades elementales. En cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la conocemos bien de cerca: se produjo cuando el hombre aprendió a comprender el mecanismo de las neurosis, que amenazan socavar el exiguo resto de felicidad accesible a la humanidad civilizada. Comprobóse así que el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales. 

El siglo del miedo

El siglo del miedo

por Albert Camus

El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas, el XVIII el de las ciencias físicas y el XIX el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del miedo. Se me dirá que el miedo no es una ciencia. Pero, en primer lugar, la ciencia es en cierto modo responsable de ese miedo, porque sus últimos avances teóricos la han llevado a negarse a sí misma y porque sus perfeccionamientos prácticos amenazan con destruir la tierra toda. Además, si bien el miedo en sí mismo no puede ser considerado una ciencia, no hay duda de que es, sin embargo, una técnica.Lo que más impresiona en el mundo en que vivimos es, primeramente y en general, que la mayoría de los hombres (salvo los creyentes de todo tipo) están privados de porvenir. No hay vida valedera sin proyección hacia el porvenir, sin promesas de maduramiento y de progreso. Vivir contra una pared es una vida de perros. ¡Y bien! Los hombres de mi generación y de la que ingresa hoy en los talleres y las facultades vivieron y viven cada vez más como perros.Por cierto, no es la primera vez que los hombres se hallan ante un porvenir materialmente cerrado. Pero salían adelante, por lo general, gracias a la palabra y al clamor. Recurrían a otros valores en los que depositaban sus esperanzas. Hoy nadie habla ya (salvo los que se repiten) porque el mundo nos parece conducido por fuerzas ciegas y sordas que no oyen las voces de advertencia, los consejos y las súplicas. Algo en nosotros fue destruido por el espectáculo de los años que acabamos de vivir. Y ese algo es aquella eterna confianza del hombre que le ha hecho creer siempre que podían obtenerse de otro hombre reacciones humanas hablándole con el lenguaje de la humanidad. Nosotros vimos mentir, envilecer, matar, deportar, torturar y cada vez que sucedía era imposible persuadir a los que lo hacían de no hacerlo, porque estaban seguros de sí mismos y porque no se persuade a una abstracción, es decir al representante de una ideología.El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo juzgaban inútil, se extendía y se extiende aún una inmensa conspiración del silencio, aceptada por los que tiemblan y se dan buenas razones para ocultarse a sí mismos que tiemblan, y suscitada por quienes tienen interés en hacerlo. «No deben ustedes hablar de la depuración de artistas en Rusia, porque es hacerle el juego a la reacción». «No deben ustedes decir que Franco se mantiene en el poder gracias a la ayuda de los anglosajones, porque es hacerle el juego al comunismo». Bien decía yo que el miedo es una técnica.Entre el miedo muy general a una guerra que todo el mundo prepara y el miedo particular a las ideologías homicidas, es muy cierto que vivimos en el terror. Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión, porque el hombre fue entregado por completo a la historia y no puede volverse hacia esa parte de sí mismo, tan verdadera como la parte histórica, y que reencuentra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o sus ideas. Y para todos aquellos que no pueden vivir sino en el diálogo y la amistad de los hombres, este silencio es el fin del mundo.Para salir de este terror habría que poder reflexionar y actuar según esa reflexión. Pero el terror precisamente no constituye un clima favorable para la reflexión. Creo, sin embargo, que en lugar de vituperar este miedo, hay que considerarlo como uno de los primeros elementos de la situación y tratar de ponerle remedio. Nada hay más importante. Pues esto concierne a la suerte de gran número de europeos a quienes, hartos de violencia y de mentiras, burlados en sus esperanzas más caras, les repugna tanto la idea de matar a sus semejantes para convencerlos como la de ser convencidos de la misma manera. Sin embargo, es la alternativa en que se coloca a esta gran masa de hombres en Europa, que no pertenecen a ningún partido, o que no están cómodos en el que eligieron, que dudan de que el socialismo se haya realizado en Rusia y el liberalismo en Estados Unidos, que reconocen, no obstante, a aquéllos y a éstos el derecho de afirmar su verdad, pero les rehusan de imponerla por la muerte, individual o colectiva. Entre los poderosos de la hora actual, esos hombres no tienen fuerza y sólo podrán hacer admitir (no digo triunfar, sino admitir) su punto de vista y sólo recuperarán su lugar en el mundo cuando hayan tomado conciencia de lo que quieren y lo digan simple y enérgicamente, como para que sus palabras puedan liar un haz de energías. Y si el miedo no es el clima adecuado para la reflexión, deberán, en primer lugar, enfrentarlo.Para enfrentarlo es necesario ver qué significa y qué rechaza. Significa y rechaza el mismo hecho: un mundo en el que se legitima el homicidio y en el que la vida humana se considera una futileza. He aquí el primer problema político de hoy. Y antes de seguir adelante es necesario tomar posición al respecto de él. Previamente a toda realización deben hoy plantearse dos preguntas: «Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted que lo maten o lo violenten? Sí o no, directa o indirectamente, ¿quiere usted matar o violentar?» Todos los que contesten no a estas dos preguntas quedan automáticamente enfrentados a una serie de consecuencias que deben modificar su manera de plantear el problema. Tengo el proyecto de precisar tan sólo dos o tres de esas consecuencias. Entretanto, el lector de buena voluntad puede interrogarse y responder.

 

Sin paraguas ni escarapelas por Osvaldo Soriano

El 24 de mayo por la noche, el coronel Saavedra y el doctor Castelli atraviesan la Plaza de la Victoria bajo la lluvia, cubiertos con capotes militares. Van a jugarse el destino de medio continente después de tres siglos de dominación española. Uno quiere la independencia, el otro la revolución, pero ninguna de las dos palabras será pronunciada esa noche. Luego de seis días de negociación van a exigir la renuncia del español Cisneros. Hasta entonces Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios, ha sido cauto: "Dejen que las brevas maduren y luego las comeremos", aconsejaba a los más exaltados jacobinos.    Desde el 18, Belgrano y Castelli, que son primos y a veces aman a las mismas mujeres, exigen la salida del virrey, pero no hay caso: Cisneros se inclina, cuanto más, a presidir una junta en la que haya representantes del rey Fernando Vll &endash;preso de Napoleón&endash;, y algunos americanos que acepten perpetuar el orden colonial. Los orilleros andan armados y Domingo French, teniente coronel del estrepitoso regimiento de la Estrella, está por sublevarse. Saavedra, luego de mil cabildeos, se pliega: "Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no se debe perder ni una hora", les dice a los jacobinos reunidos en casa de Rodríguez Peña. De allí en más los acontecimientos se precipitan y el destino se juega bajo una llovizna en la que no hubo paraguas ni amables ciudadanos que repartieran escarapelas.    El orden de los hechos es confuso y contradictorio según a qué memorialista se consulte. Todos, por supuesto &endash;salvo el pudoroso Belgrano&endash;, intentan jugar el mejor papel. Lo cierto es que el 24 todo Buenos Aires asedia el Cabildo donde están los regidores y el obispo. "Un inmenso pueblo", recuerda Saavedra en sus memorias, y deben haber sido más de cuatro mil almas si se tiene en cuenta que más tarde, para el golpe del 5 y 6 de abril de 1811, el mismo Saavedra calcula que sus amigos han reunido esa cifra en la Plaza y sólo la califica de "crecido pueblo".
    La gente anda con el cuchillo al cinto, cargando trabucos, mientras Domingo French y Antonio Beruti aumentan la presión con campanas y trompetas que llaman a los vecinos de las orillas. Esa noche nadie duerme y cuando los dos hombres llegan al Cabildo, empapados, los regidores y el obispo los reciben con aires de desdén. Enseguida hay un altercado entre Castelli y el cura. "A mí no me han llamado a este lugar para sostener disputas sino para que oiga y manifieste libremente mi opinión y lo he hecho en los términos que se ha oído", dice monseñor, que se opone a la formación de una junta americana mientras quede un solo español en Buenos Aires. A Castelli se le sube la sangre a la cabeza y se insolenta: "Tómelo como quiera", se dice que le contesta. Cuatro días antes ha ido con el coronel Martín Rodríguez a entrevistarse con Cisneros que era sordo como una tapia. " ¡ No sea atrevido ! " le dice Cisneros al verlo gritar, y Castelli responde orondo: "¡Y usted no se caliente que la cosa ya no tiene remedio!"
    Al ver que Castelli llega con las armas de Saavedra, los burócratas del Cabildo comprenden que deben destituir a Cisneros, pero dudan de su propio poder. Juan José Paso y el licenciado Manuel Belgrano esperan afuera, recorriendo pasillos, escuchando las campanadas y los gritos de la gente. Saavedra sale y les pide paciencia. El coronel es alto, flaco, parco y medido. El rubio Belgrano, como su primo, es amable pero se exalta con facilidad. Paso es hombre de callar pero luego tendrá un gesto de valentía. Entrada la noche, cuando French y Beruti han agitado toda la aldea y repartido algunos sablazos a los disconformes, Belgrano y Saavedra abren las puertas de la sala capitular para que entren los gritos de la multitud. No hay más nada que decir: Cisneros se va o lo cuelgan. ¿Pero quién se lo dice? De nuevo Castelli y el coronel cruzan la Plaza y van a la fortaleza a persuadir al virrey. Hay un último intento del español por formar una junta que lo incluya, pero Castelli, que tiene 43 años y está enfermo de cáncer, se opone. Los "duros" juegan a todo o nada. Cisneros trata de ganarse al vanidoso Saavedra, pero el coronel ya acaricia la gloria de una fecha inolvidable. Quizá piensa en George Washington mientras Castelli se imagina en la comuna francesa. Su Robespierre es un joven llamado Mariano Moreno, que espera el desenlace en lo de Nicolás Peña.    Entre tanto French, que teme una provocación, impide el paso a la gente sospechosa de simpatías realistas. Sus oficiales controlan los accesos a la Plaza y a veces quieren mandar más que los de Saavedra. Por el momento la discordia es sólo antipatía y los caballos se topan exaltados o provocadores. Al amanecer, Beruti, por orden de French, derriba la puerta de una tienda de la recova y se lleva el paño para hacer cintas que distingan a los leales de los otros. Alguien toma nota y nace la leyenda de la escarapela en el pecho.    Al amanecer, para guardar las formas, el Cabildo considera la renuncia de Cisneros, pero la nueva Junta de gobierno ya está formada. Escribe el catalán Domingo Matheu: "Saavedra y Azcuénaga son la reserva reflexiva de las ideas y las instituciones que se habían formado para marchar con pulso en las transformaciones de la autognosia (sic) popular; Belgrano, Castelli y Paso eran monarquistas, pero querían otro gobierno que el español; Larrea no dejaba de ser comerciante y difería en que no se desprendía en todo evento de su origen (español); demócratas: Alberti, Matheu y Moreno. Los de labor incesante y práctica eran Castelli y Matheu, aquél impulsando y marchando a todas partes y el último preparando y acopiando a toda costa vituallas y elementos bélicos para las empresas por tierra y agua. Alberti era el consejo sereno y abnegado y Moreno el verbo irritante de la escuela, sin contemplación a cosas viejas ni consideración a máscaras de hierro; de aquí arranca la antipatía originaria en la marcha de la Junta entre Saavedra y él." Matheu exagera su importancia. Todos esos hombres han sido carlotistas y, salvo Saavedra, son amigos o defensores de los ingleses que en el momento aparecen a sus ojos como aliados contra España.El delirio y la compasión   La mañana del 25, cuando muchos se han ido a dormir y otros llegan a ver "de qué se trata", el abogado Juan José Castelli sale al balcón del Cabildo y, con el énfasis de un Saint Just, anuncia la hora de la libertad. La historiografía oficial no le hará un buen lugar en el rincón de los recuerdos. El discurso de Castelli es el de alguien que arroja los dados de la Historia.    Aquellas jornadas debían ser un simple golpe de mano, pero la fuerza de esos hombres provoca una voltereta que sacudirá a todo el continente. Dice Saavedra: "Nosotros solos, sin precedente combinación con los pueblos del interior mandados por jefes españoles que tenían influjo decidido en ellos, (...) nosotros solos, digo, tuvimos la gloria de emprender tan abultada obra (...) En el mismo Buenos Aires no faltaron (quienes) miraron con tedio nuestra empresa: unos la creían inverificable por el poder de los españoles; otros la graduaban de locura y delirio, de cabezas desorganizadas; otros en fin, y eran los más piadosos, nos miraban con compasión no dudando que en breves días seríamos víctimas del poder y furor español".    La audacia desata un mecanismo inmanejable. Saavedra es un patriota, no un revolucionario, pero no puede oponerse a la dinámica que se desata en esos días El secretario Moreno, un asceta de la revolución, dirige sus actos y sus órdenes a forzar esa dinámica para destrozar el antiguo sistema. Habla latín, inglés y francés con facilidad; ha leido &endash;y hace publicar&endash; a Rousseau, conoce bien la Revolución Francesa y es posible que desde el comienzo se haya mimetizado con el fantasma de un Robespierre que no acabará en la tragedia de Termidor. El ateo Castelli está a su izquierda, como French y el joven Monteagudo que maneja el club de los "chisperos". Todos ellos celebran en los templos del Norte el culto de La mort est un sommeil éternel, que Fouché y la ultraizquierda francesa usaron como bandera desde 1792. Belgrano, que es muy creyente, no vacila en proponer un borrador con apuntes sobre economía para el Plan terrorista que en agosto redactará Moreno.    En la primera junta gana la gauche (la acepción de "izquierda" se pronuncia, todavía, en francés): Moreno, Castelli y Belgrano son un bloque sólido con una política propia a la que por conveniencia se pliegan Matheu, Paso y el cura Alberti; Azcuénaga y Larrea sólo cuentan las ventajas que puedan sacar y simpatizan con el presidente Saavedra que a su vez los desprecia por oportunistas. Las discordias empiezan muy pronto, con las primeras resoluciones. Castelli parte a Córdoba y el Alto Perú como comisario politico de Moreno, que no confiaba en los militares formados en la Reconquista. Es él quien cumple las "instrucciones" y ejecuta a Liniers primero y al temible mariscal Vicente Nieto más tarde. Belgrano, el otro brazo armado de los jacobinos, va a tomar el Paraguay; no hay en él la cólera terrible de su primo, sino una piedad cristiana y otoñal que lo engrandece: en el Norte captura a un ejército entero y lo deja partir bajo juramento de no volver a tomar las armas. Manda a sus gauchos desharrapados con un rigor insostenible y no mata por escarmiento sino por extrema necesidad. Sufre sífilis, cirrosis y tiene várices, pero conserva la fe cristiana y el sentido del humor. Las victorias de Castelli en Suipacha y la suya en Tucumán afirman la posición de Moreno en la Junta, pero las catástrofes de fines de año aceleran su caída.
    Frente a frente, uno de levita y otro de uniforme, Moreno de Chuquisaca y Saavedra de Potosí, se odian pero no se desprecian "Impío, malvado, maquiavélico", llama el coronel al secretario de la Junta; y cuando se refiere a uno de sus amigos, dice: "El alma de Monteagudo, tan negra como la madre que lo parió". El primer incidente ocurre cuando los jacobinos descubren que diez jefes municipales están complotados contra el nuevo poder. En una sesión de urgencia Moreno propone "arcabucearlos" sin más trámite, pero Saavedra le responde que no cuente para ello con sus armas. "Usaremos entonces las de French", replica un Moreno siempre enfermo, con el rostro picado de viruela, que acaba de cumplir 30 años. Al presidente lo escandaliza que ese mestizo use siempre la amenaza del coronel French, a quien hace espiar por sus "canarios", una especie de soplones manejados por el coronel Martín Rodríguez. Los conjurados salvan la vida con una multa de dos mil pesos fuertes, propuesta por el presidente. "¿Consiste la felicidad en adoptar la más grosera e impolítica democracia? ¿Consiste en que los hombres impunemente hagan lo que su capricho e interés les sugieren? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar? ¿Consiste en la libertad de religión y en decir con toda franqueza me cago en Dios y hago lo que quiero?", se pregunta Saavedra en carta a Viamonte que lo amenaza desde el Alto Perú.
    Desde fines de agosto, Moreno ha hecho aprobar por unanimidad el Plan secreto de operaciones que recomienda el terror como método para destruir al enemigo emboscado. Ese texto feroz, por momentos descabellado, no se conoció hasta que a fines del siglo XIX. Eduardo Madero &endash;el constructor del puerto&endash; lo encontró en los archivos de Sevilla y se lo envió a Mitre. Para entonces, los premios y castigos de la historia oficial ya estaban otorgados y Moreno pasaba por un periodista y educador romántico influido por las mejores ideas de la Revolución Francesa. Pero es la aplicación de ese método sangriento lo que garantiza el triunfo de la Revolución. Hasta la llegada de San Martín la formación de los ejércitos se hizo a punta de bayoneta, la conspiración de Alzaga, como la contrarrevolución de Liniers, terminaron en suplicio y los españoles descubrieron, entonces, que los patriotas estaban dispuestos a todo: "Nuestros asuntos van bien porque hay firmeza y si por desgracia hubiéramos aflojado estaríamos bajo tierra. Todo el Cabildo nos hacía más guerra que los tiranos mandones del virreinato", escribe Castelli antes de ser llevado a juicio.
El coronel manda parar   A principios de diciembre dos circunstancias banales sirven de pretexto a la ruptura entre Moreno y Saavedra que será nefasta para la Revolución. En la plaza de toros de Retiro el presidente hace colocar sillas adornadas con cojinillos para él y su esposa. Cuando las ve, Matheu hace un escándalo y argumenta que ningún vocal merece distinción especial. Pocos días más tarde, el 6, el regimiento de Patricios da una fiesta a la que asisten Saavedra y su mujer. En un momento un oficial levanta una corona de azúcar y la obsequia a la esposa que la entrega al Presidente, Moreno se entera y esa misma noche escribe un decreto de supresión de honores. Saavedra se humilla y lo firma, pero el rencor lo carcome para siempre. Poco después, el 18 de diciembre, mientras los Patricios se agitan y reclaman revancha por la afrenta civil, el coronel llama a los nueve diputados de las provincias para ampliar la Junta. Moreno &endash;que intuye su fin&endash; no puede oponerse a esa propuesta "democratizadora". El único que tiene el valor de votar en contra es el tímido tesorero Juan José Paso.    Moreno renuncia y el 24 de enero de 1811 se embarca para Londres. "Me voy, pero la cola que dejo será larga", les dice a sus amigos que claman venganza. También pronuncia un mal augurio: "No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje". En alta mar se enferma y nada podrá convencer a Castelli y Monteagudo de que no lo asesinaron. "Su último accidente fue precipitado por la administración de un emético que el capitán de la embarcación le suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento", cuenta su hermano Manuel, que agrega en la relación de los hechos el célebre "¡Viva mi patria aunque yo perezca!"    Saavedra ha liquidado a su adversario, pero la Revolución está en peligro. El español Francisco Javier Elío amenaza desde la Banda Oriental y no todos los miembros de la Junta son confiables. El 5 y 6 de abril el coronel Martín Rodríguez,con los alcaldes de los barrios, junta a los gauchos en Plaza Miserere y los lleva hasta el Cabildo para manifestar contra los morenistas. Saavedra, que jura no haber impulsado el golpe, aprovecha para sacarse de encima al mismo tiempo a jacobinos y comerciantes corruptos. Renuncian Larrea, Azcuénaga, Rodríguez Peña y Vieytes. Los peligrosos French, Beruti y Posadas son confinados en Patagones. Belgrano y Castelli pasan a juicio por desobediencia y van presos.    Pero Saavedra sólo dura cuatro meses al frente del gobierno. Ha acercado a Rivadavia al poder, pero el brillante abogado y los porteños se ensañan con éI y lo persiguen durante cuatro años por campos y aldeas; se ensañan también con Castelli, que muere deslenguado durante el juicio; con el propio San Martín que combate en Chile; con Belgrano que muere en la pobreza y el olvido gritando el plausible "¡ Ay patria mía! " Pese a todo, la idea de independencia queda en pie levantada por San Martín, que se ha llevado como asistente a Monteagudo, "el del alma más negra que la madre que lo parió". Los ramalazos de la discordia duran intactos medio siglo y se prolongan hasta hoy en los entresijos de una historia no resuelta.nota aparecida en Página/3, revista aniversario de Página/12, junio de 1990. © Página SRL