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El guión y la Feria Estatal por David Mamet.

El guión y la Feria Estatal por David Mamet.

Se me ocurrió que estábamos en medio de un auge del mercado de las acciones de bolsa. Primero uno y después otro de mis amigos habían mencionado a tal o cual joven que había incrementado drásticamente los fondos que les había confiado, y yo reflexioné que, con toda esa buena suerte que circulaba a mi alrededor, quizá sería una medida sabia comprar algunas acciones. Sin embargo una reflexión posterior me sugirió que, si el conocimiento de ese auge tenía la suficiente fuerza y longevidad como para que yo me enterara, el fin no estaría muy lejano; que, en efecto, mi reconocimiento (la primera punzada de codicia, mi interés en “algo a cambio de nada”) significaba y debía significar que el dinero para los listos ya se había acabado, y que era hora de que el dinero de los tontos pagara la cuenta.

Lo mismo sucede con los guiones. Ya no son una rareza, ya no es un fenómeno localizado en la Costa Oeste; ahora es una realidad de la vida que todos han escrito un guión. El carnicero, el panadero y su progenie han escrito un guión. Yo lo sé, porque todos ellos han intentado hacérmelos leer. Y, si la naturaleza modular y esquemática de la película hollywoodense es tan clara para todos, lo suficientemente clara como para que incluso aquellos intimidados por los requisitos formales de una carta de agradecimiento estén intentando realizar una película de acción o un drama romántico, ¿eso no debe significar que el fin se acerca?

Sí.

¿El fin de que? Del filme como medio dramático.

Porque, desde ya, estos zoquetes, nuestros amigos los abogados, médicos y choferes de ómnibus, no escriben drama. Escriben, al igual que nuestros superiores de Hollywood, en busca de ganancia, transformando así esta extensa tierra en una nueva y gran calle comercial. La urgencia de estos acólitos no es dramática, sino mercantil: traducir toda la historia personal, subvertir toda percepción o visión en ganancia, o en esperanza de ganancia. Este trabajo de escribir un guión, entonces, no es un acto de creación, sino una reverencia; es una ceremonia, una postración, en la que los sentimientos e ideas del individuo se ofrecen al vellocino de oro: “No existe mentira que yo no diré, ni secreto que no revelaré, ni tesoro que no deshonraré, con tal de que compren mi guión”.

Los filmes mismos se libran de cualquier mancha residual de drama que podrían tener y se convierten en celebraciones de nuestra esencia mercantilista; se convierten, en los hechos, en publicidad pura. Eso se da en especial en el film de verano. Las películas de verano son, en primero y último lugar, una exhibición de triunfo mercantil: una exhibición de tecnología en sí misma. En la actualidad el punto más alto del logro postindustrial de los Estados Unidos, el elemento mejor y más reciente para reclamar la superioridad estadounidense, es nuestra tecnología. Donde mejor se exhibe es en el Departamento de Defensa y en las películas. En ambos casos vemos la representación más espantosamente novedosa de la capacidad humana de elaboración.

El filme de verano no es un drama, ni siquiera es esa mezcla de drama y comercio, el desfile; el filme de verano es una exposición, pura y simple. Es nuestra feria estatal, a la cual el populacho viene a que lo asombren, a quedar con la boca abierta ante los nuevos deleites del comercio, a ser atacado por la publicidad. El filme de verano tiene emoción y escalofríos, al igual que su prima, la montaña rusa. Tiene la mancha de la baja reputación, como su antepasado, el espectáculo de bailarinas. Más que una avenida central bordeada por anuncios publicitarios, es en sí mismo un anuncio publicitario. La entrega de premios de otrora, “el bebé más bonito”, y así, ha sido suplantada por las informaciones sobre las recaudaciones en taquilla de los filmes de verano. “La Película Número Uno del País” reemplaza la transmisión radial del ganador de la competición del poste engrasado. Y el filme de verano también cuenta con la exhibición de los animales de granja premiados: las estrellas de la película, consentidas y acariciadas y alimentadas por la fuerza hasta tal punto que debemos premiarlas con toda nuestra admiración. El filme de verano, como la feria estatal, nos reúne y nos permite el deleite de sacudir las cabezas y decirnos mutuamente: “¿Viste eso?...”

Si razonamos o aceptamos que eso no es drama, puesto que no lo es, no es necesario que ataquemos la insipidez del filme de verano. Sería inapropiado criticar el concurso de quién come un pastel más rápido porque carece de un respeto razonable por la nutrición. En el filme de verano, el drama estaría tan fuera de lugar como el diseño paisajístico en la calle central de la feria estatal.

El guión tiene la misma relación con el drama que el anuncio de las cajas de cereales la tiene con la literatura. Su escritura y su producción son una reverencia al dios del comercio. El público paga su multa y pasa dos horas en una celebración del desperdicio en una época de abundancia, el disfrute sin ambigüedades del Sol, el festival del solsticio, cuando la adoración del dios ancestral es pura alegría y Némesis está, por el momento, indefensa. En esa ceremonia de druidas, en realidad, ella es ritualmente asesinada: el héroe la aniquila durante la conclusión del filme de verano, y nosotros seguimos nuestro camino, saliendo hacia la amable noche estival.

  

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